jueves, 2 de junio de 2011

Los que hundimos barcos, luego volamos alto.

Me refiero a ese cruce de miradas que, en ciertos casos, demuestran una complicidad acojonante. Entre ellos dos, existía una relación más adictiva que la cocaína. No importaba el tiempo que transcurriera desde la última visita, a veces era demasiado corto, otras demasiado largo. Pero al igual que los alcohólicos y los cocainómanos vuelven a caer al vicio después de un periodo de abstinencia, ellos siempre terminaban pidiendo más y más. Jugaban a perder y se quedaban en empate. Como cada minuto que se les escapó entre las manos. Ignorantes. Y hacían la vista gorda para seguir andando hacia delante, aunque el noventa por ciento de las veces retrocedían y chocaban con el mismo muro de siempre. Pero ella ya no sentía lo mismo, ya se había cansado de esa relación, y sí, la chica liberal, que rechazaba cualquier tipo de relación se estaba enamorando. Él la hablaba con más cariño, de vez en cuando soltaban algún “te quiero”, pero cada uno de una manera distinta. Ella quería acabar con esa relación viciosa y empezar algo de verdad. El problema es que siempre caía en su juego. Otra vez. ¿Qué importa? Pero lo creyó distinto esta vez. Y se acabará cansando, como hizo tantas veces, pero no sabe porque ahora es diferente. Anda que no es fácil tenerlo todo, y aún así le faltan cosas. Supongo que se contenta con poco, y él, pues él no se contenta con nada. Al caso, ella odia los cuentos de hadas, y los finales felices y las princesas de rosa. Asique lo mejor es que él se ahorre sus dulzuras para luego y que ahora le traiga algo con hielo, y rápido, que si no se le va la noche y se ahoga entre sus promesas de estrellas y del cielo. Quiere las cosas simples, tan simples que la quepan ahí, en ese bolsillo. Y él sigue  cantando el estribillo de esa canción que un día dice, será su canción. Pues ella ya no la quiere, ni esa ni ninguna otra de sus promesas. 

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